“¡Punki, punki,
punkipunki! Así solemos definir este estilo musical que nace en 1988 en Detroit: el techno…” Decía la locutora de la radio esta mañana en
la emisora que siempre suelo escuchar en pleno tráfico citadino. Empieza una
canción con el característico “punki punki” y en seguida cambio la emisora.
“¿Cómo
pueden decir que eso es música?, eso da dolor de cabeza, ni siquiera se puede
bailar” digo en voz alta mientras veo el semáforo en rojo.
“Mamá,
¿por qué tienes que ser tan amargada?” Pregunta la chica adolescente que va de
copiloto, Julieta, mi hija. Devuelve la emisora y solo escucho una serie de
sonidos que se repiten mil veces cada uno y veo de reojo a Juli moviendo la
cabeza de arriba hacia abajo al ritmo de lo que suena. Mi dedo índice de la
mano derecha empieza a moverse encima del volante sin que me dé cuenta.
Todo
empieza a llenarse de humo, veo borroso y la música está altísima… Muchas luces
de colores neón se mueven por todas partes, ¡qué calor hace! Estoy bañada en
sudor, rodeada de gente brincando. ¿Y Julieta? “Julieta, Julieta” Grito pero ni
yo misma puedo escucharme. “Permiso joven, permiso señorita” digo entre el
tumulto, nadie me mira. Todos están como hipnotizados, saltando como locos.
“Dios mío, ¿qué es esto?”. “Mamá,
¡mamá!”. “¡Juli no te veo!”. “Mamá, ¿qué te pasa?”
Veo
como el semáforo cambia de amarillo a verde…
Bajo el vidrio para sentir un poco de aire, me paso la mano por la
frente y de inmediato apago la radio. Julieta me mira como a un bicho raro
“¿estás bien?” Me pregunta. “Si, pero
solo podemos escuchar techno en el gimnasio” respondo desconcertada.
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